Queridos amigos y amigas:
Me llamo José, aunque casi todos me conocéis por mi apellido: Calasanz. Estoy de “cumpleaños”: hace más 450 años que nací en Peralta de la Sal, un pueblo de Aragón. ¡Ya soy bastante viejo! ¿No os parece? Pero es un acontecimiento muy importante celebrar algo así. Y a pesar de los años sigo con buena memoria, por eso os voy a contar un poco mi vida.
Desde muy pequeño quise ser sacerdote, aunque a mi padre, que era a la vez el herrero y el alcalde de mi pueblo, no le hizo ni pizca de gracia. Mi hermano mayor murió y ya sabéis, me tocaba a mí seguir con el apellido de la familia y todo eso… Aún así, Dios fue en mi vida más fuerte y seguí adelante con mi vocación de sacerdote.
Después de estudiar en el seminario me ordené sacerdote y estuve algún tiempo por las diócesis de España, pero llegó un momento en que quise ser alguien más importante. Y como el poder de entonces estaba en Roma, pues allí que me fui con casi 40 años a ver si conseguía una Canonjía. Ya sé que es una palabreja muy rara para vosotros, pero entonces, era algo importantísimo y mucha gente como yo quería conseguir una. Pasé tres años haciendo méritos para conseguirla y no había forma; pero me pasó algo muy curioso. Durante esos años que viví en Roma y esperaba mi nombramiento, descubrí algo que cambió mi vida. Me olvidé de canonjías, de títulos y de poderes. Vi a los niños de Roma tirados en la calle; sí, literalmente tirados en la suciedad y con harapos, sin saber un oficio, sin saber leer ni sumar porque no tenían dinero. Entonces, sólo estudiaban los niños ricos, y no había colegios como ahora. Casi nadie tenía dinero para pagar a un maestro particular. Y conocí a un cura, Don Antonio, un hombre estupendo, párroco de la Iglesia de Santa Dorotea. Él daba catequesis y enseñaba a algunos niños, muchos de ellos pobres. Comencé a ayudarle en mis ratillos libres: enseñaba catequesis, a leer y a sumar. Vamos, lo básico. Cuando Don Antonio murió nadie sabía qué hacer con aquella medio escuela que él comenzó.
Y entonces me pareció escuchar muy dentro de mí una voz, que luego supe que era la voz de Dios: “José, mira a los niños, haz algo, yo te elijo para una obra grande”. Y en lugar de dejar que esto me entrara por un oído y me saliera por el otro, decidí hacerle caso. ¿Sabéis lo mejor? ¡Que por fin me dieron la canonjía! Y entonces pasó lo que menos os podéis imaginar: ¡la rechacé! Encontré en Roma la mejor forma de servir a Dios y no pensaba dejarlo por nada del mundo, ni siquiera por eso. Así que ya veis. Me quedé en Roma, se me unieron unos cuantos hombres buenos, llenos de Dios y estupendos.
Fundé la primera escuela gratuita y popular del mundo, o lo que es lo mismo, la primera escuela a la que podía ir todo el mundo y no sólo el que tuviese dinero. Allí organicé las clases por grupos, distribuí las materias, se enseñaban oficios y, lo más importante, se enseñaba quién es Dios y cuánto nos quiere. Por eso mi lema favorito siempre fue Piedad y Letras, educar a la vez el corazón y la razón. Y poco a poco fueron apareciendo más escuelas, en Roma y en otros muchos sitios. Ah!, se me olvidaba. También fundé una Orden Religiosa: los escolapios. ¿Sabéis por qué nos llamamos así? Porque a mi escuela la llamé Escuela Pía, y de ahí escolapios. Seguro que os suena, porque uno de estos hijos míos escolapios fue el P.Faustino.
Y así han pasado más de 450 años desde que comenzó mi vida. La muerte me llegó siendo mayor, con 91 años. Y con el paso de los años, me nombraron Beato y después Santo. Lo mejor: me nombraron Patrón de las Escuelas. Es lo más bonito que me podían hacer, porque no quiero que olvidéis que con el paso de los años descubrí que yo NACÍ PARA EDUCAR. Ésa fue mi vocación y toda mi vida, y nunca podré arrepentirme de dejar la riqueza para hacerme pobre y educar a los niños pobres.
Aquí acabo mi relato. Podría contaros mil cosas más sobre mí y sobre los escolapios. Pero lo que resume mi vida es que nací para educar y así fui feliz. Y vosotros, ¿para qué habéis nacido? Responded a esta pregunta y seréis felices. Hasta pronto.
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